APLAUSOS
El día que José llegó al hospital, dos celadores lo entraron en volandas. Ya no había camillas libres y las sillas de ruedas servían de asientos, improvisados, para los enfermos amontonados en los pasillos. Los días más grises de la Pandemia habían saturado todo el sistema sanitario, sin embargo, ni la falta de medios, ni la avalancha de enfermos consiguieron torcer el empeño, sobrehumano, de nuestros héroes, en este caso, sanitarios.
Sara, con su bata hecha de bolsas de basura, salió por el pasillo buscando auxiliar a otro nuevo enfermo. Vio de lejos a José que lo traían en brazos. Traía el rostro enrojecido por la fiebre y sus manos, arrugadas por los años, se agarraban al cuello de los celadores como si fuera una tabla salvadora que lo sacaba de un pantano. Sara salió a su encuentro y cuanto más se acercaba más le recordaba, aquel hombre, a su abuelo. José era ya anciano, los ochenta los pasaba de largo y, precisamente por eso, sus ojos permanecían serenos.
ꟷDile a mis hijos que los quiero ꟷle dijo a Sara mientras le acomodaba en la cama de un cuarto aisladoꟷ, que estaré pensando en ellos.
ꟷSe lo dirás tú, José ꟷle contestó mientras le cogía de las manosꟷ, aguanta, que yo te acompaño.
Sara no podía evitar buscar el contacto con aquel hombre tan parecido a su abuelo. Era cierto que trataban de animar a todos los enfermos, y que las lágrimas de cansancio e impotencia, cuando los perdían, siempre eran a escondidas, nunca delante de ellos. Pero aquel hombre era especial para ella. No le habría gustado que su abuelo muriera solo y José tampoco lo haría.
Sara, durante cuatro días, dejó de ir a casa. Cuando su turno acababa se iba al cuarto de José y pasaba, con él, el rato. Le vigilaba el sueño cuando dormía y le acariciaba la mano cuando estaba despierto. Sentía, a través de la goma del guante, que aquellos huesos, frágiles y deformados, todavía le hablaban de las ganas de vida de aquel anciano.
A las ocho de la tarde, la puerta del hospital se rompía en aplausos. Cada día una unidad de policía y de bomberos llegaba hasta la puerta de urgencias, con las sirenas a todo trapo. Les vitoreaban a ellos, para que resistieran las horas duras, el dolor, el cansancio y el miedo.
Sara pasaba ese momento en la habitación de José.
ꟷMira, José. Esos aplausos son para que te pongas bueno.
José sonreía sereno, cada vez que Sara le cogía la mano.
ꟷDile a mis hijos que no sufran, que no morí solo, que tu fuiste el ángel que se quedó conmigo.
Al cuarto día, cuando llegaron las ocho, el hospital volvió a vibrar de sirenas, de vítores y aplausos. José, cogido a la mano de Sara, decidió que ese era el momento y exhaló su último aliento. Dejó los ojos abiertos para ver a Sara mientras se iba y, cuando ella, entre llantos, fue a cerrarlos, se encontró asomado en el borde de los párpados, de José, el más cálido de los aplausos.
Dedicado a todos los héroes que, en estos duros días, acompañan a nuestros mayores en su último tránsito.
Luisa Ruiz Bueno
Impresionante relato, es duro decirlo pero se ajusta a la realidad. Menos mal que existen ángeles como Sara.
Hay muchos ángeles que antes no nos habíamos dado cuenta de que estaban. Un beso!
Muy emotivo y desgarrador. Momentos que nunca se olvidaran
Esperemos que la memoria no nos falle. Gracias guapa.
Luisa eres una estupenda escritora, no lo dejes nunca. Ilusiona leer tus escritos.
Eso son palabras mayores!! Te lo agradezco un montón, un besazo enorme.