Como dijo Enrique Jardiel Poncela: «Historia es lo que se escribió, pero ignoramos si es lo que sucedió». Esta es una de las pocas cosas en las que puedo estar de acuerdo con él, porque a mí me pasó en mis carnes. La historia me arrolló, me ignoró y me tiró a la cuneta.
¿Quién no ha oído hablar de la teoría de la relatividad? Antes de 1915 nadie sabía lo que era, ahora a muchos les suena como algo muy importante y de obligado estudio, lo es, no voy a decir lo contrario. Fue un antes y un después en la ciencia, una enmienda al amigo Newton y una puerta a nuevos descubrimientos. Sí, quizá mi teoría se quede relegada por un descubrimiento posterior, pero así es la ciencia y yo siempre la amé y la seguiré amando por encima de todo.
Fueron años duros, la sociedad no estaba preparada para mi presencia, eran tiempos arcaicos donde se estipulaban los deberes según tu sexo. Yo nací con uno equivocado para la época. Aun así, luché porque no concebía mi vida de otro modo. Voy a presentarme, porque creo que me confundís con mi marido Albert. Soy Mileva Maric Einstein, una de las mejores físicas de todos los tiempos, ―ahora que estoy muerta no me da pudor decirlo―, y su primera esposa.
Trabajamos juntos, codo con codo. Solo él llegó a reconocer la importancia de mi trabajo: «Ella resuelve todos mis problemas matemáticos», dijo al mundo, pero nadie quiso escucharlo.
Yo sé que, sin mí, muchas de nuestras teorías no habrían salido adelante, también sé que sin él tampoco. Fue nuestra unión lo que obró el milagro, y también lo que acabó con nosotros.
El hambre y los trabajos mal remunerados me llevó a firmar todas mis investigaciones con su nombre, una renuncia a lo propio que dolió y aún duele, pero era él quien podía hacerse un hueco en lo alto, y solo yo podía auparlo.
Me dejó, lo dejé. Fue un amor con fecha de caducidad, quizá mi cojera empezó a molestarle, o fue mi intelecto lo que revolvió sus envidias, no sé, tampoco me lo dijo. Volvió los ojos hacia su prima, que era más simple, pero mucho más bella. Al fin y al cabo, era un hombre, sabio, pero un hombre.
Tuve grandes logros que taparon con otros nombres mucho más masculinos, pero me permitieron vivir y seguir al lado del amor de mi vida: la ciencia.
Él siempre será reconocido, admirado y recordado, a mí me relegaron al olvido. No esperaba otra cosa, nací mujer en un siglo equivocado. Albert quiso darme mi sitio cuando estuvimos casados, quizá lo luchó poco, o puede ser que yo no insistiese mucho. Lo cierto es que las épocas cambian, las cosas evolucionan, el progreso avanza, pero la historia queda escrita con los ojos de antaño y las mujeres hemos sido las grandes sombras que habitan en las páginas no escritas.
«Detrás de todo gran hombre siempre hay una gran mujer». Esta es la manida frase con la que quisieron compensarnos, pero no es ni justa ni suficiente.
Yo soy Mileva Maric Einstein. No olvidéis mi nombre.
Luisa R. Bueno
#HistoriasdelaHistoria