Nadie sabe su nombre, nunca se lo preguntamos.
Lo vi durante mucho tiempo en el mismo semáforo vendiendo pañuelos. Era alto y fuerte, y muy guapo. Sus ojos azabache brillaban de alegría a pesar de estar mendigando. Era joven y su piel oscura relucía sobre aquella camiseta blanca. Me gustaba verlo, aunque nunca hice nada por ayudarlo.
Nos cantaba en su idioma mientras esperábamos que el semáforo nos diera paso y, cuando arrancábamos, nos decía adiós con la mano. ¡Era un gran tipo! A veces fantaseaba imaginando como habría sido su vida, qué horrores habría sufrido para ser feliz aquí con tan poco. Pero nunca bajé la ventanilla. Nunca le di las gracias por la felicidad que nos regalaba en aquel semáforo. No hice bien, dejé en otras manos la ayuda que yo debía darle.
Poco a poco sus ojos perdieron brillo. Poco a poco dejó de cantarnos. La camiseta era menos blanca y se le estaba quedando grande. Pero yo, llena de todo lo necesario, no bajé la ventanilla y me limité a mirarlo.
Un día dejó de estar en el semáforo. Necesito creer que alguien mejor que yo quiso ayudarlo.
Nunca sabré su nombre, y tampoco podré olvidarlo.
Luisa R. Bueno