MAÑANAS

Todas las mañanas empezaban del mismo modo.  Él se sentaba en el borde de la cama, a oscuras, en la semipenumbra del cuarto.  Se quitaba la camiseta del pijama y se estiraba como un gato.

Ella abría los ojos, en silencio, y contemplaba su espalda, fuerte todavía a pesar de los años.  Seguía en silencio todos los movimientos que él hacía, sin despegar los labios, sumida en un dulce duermevela del que no quería desprenderse todavía.

Él se ponía en pie, lentamente, mientras sus brazos se estiraban buscando el acomodo de su columna.  Después se quitaba el resto del pijama y, rascándose el pelo de la nuca, salía en sigilo hacia el baño.

Era el ruido suave y monótono de la ducha lo que volvía a dormirle a ella.

Cuando él salía, fresco y lozano, del baño, ella ya no le miraba. Era él quién, con los tenues primeros rayos, le miraba a ella ahora. Mientras sus dedos adivinaban los ojales de la camisa, sus ojos contemplaban su pelo esparcido por la almohada y el gesto feliz de su sueño profundo.

El suave roce del beso en los labios era todo lo que se decían a esas horas los días de trabajo. Ese beso que él le daba cuando se marchaba y que, casi nunca, ella lo notaba, pero que sabía, después de tantos años, que él se lo había dado.

El pequeño «clic» de la puerta del piso al cerrarse era lo que, realmente, la despertaba cada día.

Ella se sentaba en la cama y acariciaba el hueco vacío que él había dejado en la cama, solo era entonces cuando se levantaba y se arreglaba para ir al trabajo.

Treinta años llevaban sin decirse nada por las mañanas, cruzándose las miradas, respetándose en sus silencios, no queriendo molestarse.

Treinta años reconociéndose en los gestos, buscándose en los sonidos del crujir de sábanas y de adioses perfectos.  Treinta años de amor, treinta años de mañanas de entrañable silencio.

Luisa R. Bueno