Aunque parezca extraño, entiendo más bien poco de perros. De niña nunca me paré más de unos segundos a mirarlos porque me daban un poco de miedo, no tanto como para echarme a correr, pero sí el suficiente para intentar ignorarlos. Partiendo de esta premisa, entenderéis lo poco preparada que estaba para lo que me ocurrió el mes pasado: un perro diminuto empezó a seguirme.
Iba camino al trabajo y, como hacía un espléndido día primaveral, dejé el coche en casa y me fui andando. Una cosa con cuatro patas se cruzó conmigo y, nunca sabré el por qué, debí gustarle. Si apresuraba el paso, corría, y si me paraba hacía lo mismo. Por su tamaño parecía más una rata, pero era un perro. Me agaché y lo cogí con cuidado —era tan pequeño que me sentí valiente—, solo me ocupaba la palma de la mano y, por el volumen de su cabeza, deduje que estaba enfermo. La tenía hinchada como un globo, tanto que los ojos parecían que no iban a aguantar la presión y le iban a saltar de las cuencas en cualquier momento. A ver, nunca me han interesado los perros, pero tampoco soy de piedra y por eso me dije: «¡Ay, pobre!, ¡necesita un médico!».
Total, que se me despertó de golpe el instinto maternal-perruno y me lo llevé al veterinario que San Google me dijo que estaba más cerca.
Nada más llegar trasladé mi preocupación al adonis de bata blanca que nos recibió en la consulta. En otro momento me habría centrado más en ese bellezón, de ojos negros y sonrisa impolutamente blanca, que en el chucho, pero acababa de ser madre perruna y eso te centra mucho.
—¿Se va a salvar? —pregunté compungida—. ¡Tiene hidrocefalia, seguro!
Mi afán de impresionarle con mis conocimientos médicos hizo que no me diera cuenta de que aquel chuchillo mordisqueaba todo, relamía la mano del adonis y movía el rabo como un loco, con lo que muy grave no debía de estar.
—Parece completamente sano —de entrada, no entendí la risa de aquel hombre, después casi me dio sonrojo—, veo que no entiendes mucho de perros. Es un chihuahua.
Sí, ya sé que debería haberlo sabido, pero ya os dije que jamás me interesé por los perros.
—Es un chihuahua, es macho —esa explicación estuvo bien, porque no me había fijado— y no tendrá más de tres meses —continuó mientras me miraba sonriente.
Total, que, como no tenía dueño, nos adoptamos —el perro y yo, ya me habría gustado adoptar también al bombonazo— y abrimos una cartilla. Lo malo vino cuando me preguntó qué nombre iba a ponerle. Ser madre tan de repente no te da tiempo a controlarlo todo. Primero pensé ponerle Adonis, en honor a su veterinario, pero me pareció mucho nombre para tan poco perro. Después, siendo que era un perro con tamaño de rata, me pareció divertido cerrar el típico círculo y llamarlo Gato. Un tres en uno, vaya.
Salí de ahí llevando una larga correa que terminaba en el cuello de lo que parecía un perro de juguete, de esos que ladran y dan saltos si les das cuerda, porque el tamaño era más o menos el mismo. Por cierto, que no es nada fácil eso de pasearlos. Yo creía que solo con ponerles la correa ellos ya sabrían andar a tu lado, pero no. Este estaba loco, iba dando saltos y cruzándose entre mis piernas. Vamos, que tuve que cogerlo en brazos para no pisarlo. Total, que me acordé de que dos manzanas más abajo había un parque de perros y me encaminé hacia él para que hiciera amigos. Iba a tener mi primera mañana de perros.
Al principio, Gato y yo nos quedamos al otro lado de la verja, necesitaba asegurarme de lo que allí pasaba antes de entrar, a los dos nos daban respeto esos perrazos. Un grupo de personas hablaban entre ellos mientras sus chuchos corrían por el parque.
—Pocholo ¿cómo está Carmen?
El tal Pocholo era un tío con rastas y lleno de tatuajes, que recogía del suelo un mojón al que solo le faltaban las velas para parecer una tarta de chocolate.
—Pues ahí va —contestó mientras tiraba el pastel a la papelera—, el veterinario me ha dicho que le cambie el pienso, este le da diarrea.
Casi se me dan la vuelta los ojos cuando vi que Carmen era una perra.
—¡Uy!, a Arturo le pasó lo mismo. A ver si la tuya también es alérgica a la carne.
Mi curiosidad me metió en el parque y me hizo olvidar el miedo. Por las conversaciones deduje que Arturo, Carmen, Lola y Paco eran perros y que sus dueños eran Pocholo, Toti, Mimi y Fer. Estaba visto que ahora se estilaban las mascotas con nombres mucho más ilustres que los de los dueños. Tanto es así que, cuando me preguntaron el nombre del mío, quise elevarle el rango y les dije: don Gato.
Después de un silencio de asombro y de miradas entre ellos, volvieron a sus cosas, y, entre conversación y conversación, se dirigían a sus perros: «Lola suelta eso», «Paco no escarbes» …y yo, que no quería ser menos, también le lancé instrucciones al mío: «Gato, no ladres».
Resumiendo: que ya no tengo miedo a los perros; que Gato se ha convertido en el jefe del parque; que el adonis se llama Carlos y ya somos amigos de Facebook; y que ahora mi perro me parece el más guapo del mundo. Y, por si no lo sabíais, todos los días me levanto feliz porque adoro las mañanas de perros.
Luisa R. Bueno