LA BALDOSA DE LA SUERTE
El día languidecía y los últimos vestigios de luz empezaban a desaparecer por el oeste, justo por detrás del Ficus centenario que presidía la avenida. Eran las seis de la tarde, lo recuerdo porque miré el reloj verde fosforito que alternaba con la cruz del luminoso de la farmacia. Iba con prisa y con la mente ocupada en la próxima Nochebuena, aún quedaban regalos que comprar y el menú me traía de cabeza. No íbamos a ser muchos, solo mi padre, mis suegros y nosotros tres. El parpadeo verde del reloj me avisó que llegaba tarde a recoger a Raúl a su clase de extraescolar y que aún tenía que comprar una prueba de embarazo. Estaba tan ilusionada como asustada. Si salía positiva mis hijos iban a llevarse once años, ¡toda una locura!
El suelo de la calle estaba resbaladizo, el frío había formado una fina capa de hielo y yo, que salía de una reunión con mis stilettos granates, sentí que mis pies respondían con torpeza a mis prisas.
Las luces navideñas que adornaban los árboles me distrajeron en medio de mi apresurada carrera y durante unos segundos mis pies lucharon por mantenerse paralelos. No lo conseguí. Mis piernas se cruzaron, mi cuerpo se arqueó hacia delante y caí de cabeza contra el parterre del paseo. El suelo se aproximó a mi cara a cámara lenta, dándome tiempo a pensar que aquella caída era la más tonta de mi vida y que iba a pasar las Navidades escayolada. No llegué a besar el suelo porque una baldosa se abrió ante mí y un viento, cálido pero enérgico, me llevó en volandas hasta un mundo subterráneo que tenía mucha más luz que el de donde yo había caído. Aquella extraña brisa me dejó sentada sobre un banco en medio de un camino de baldosas amarillas. Una mujer, vestida de un blanco aséptico y con sombrero de paja, me esperaba allí.
—¿Qué sitio es este? —pregunté sin dar crédito a lo que estaba pasando—. ¿Estoy muerta?
—Has caído en la baldosa de la suerte —dijo sin despegar los labios—. Puedes elegir la Navidad que más feliz te hizo y vivir en ella para siempre.
Me puse en pie de un salto y me pellizqué por todo el cuerpo. ¡Dolía! Estaba viva, así que debía de sufrir un ataque de locura.
—¡Y ahora me dirás que eres el espíritu de la Navidad! —exclamé airada—. Venga, dime donde estoy, que tengo mucha prisa.
—Ya te lo he dicho, has caído en la baldosa de la suerte —contestó apoyando sus manos sobre mis hombros y sentándome de nuevo—. Piénsalo bien, nunca tendrás una oportunidad como esta.
—¡Venga ya! —repliqué con un asomo de burla—. ¡Y ahora sobrevolaremos por todas mis Nochebuenas, o seguiremos las baldosas amarillas camino de Oz! ¡Conozco esas historias!
La mujer se sentó a mi lado sin inmutarse. Empecé a temer que no era humana.
—Nos quedaremos en este banco —dijo sin mover los labios— hasta que te decidas por una.
—¡Quiero volver a casa! —grité desesperada—. Mi hijo me espera y no puede quedarse en la calle con este frío.
Giró la cabeza hacia mí sin mover los hombros. ¡De verdad que empezó a darme miedo!
—¡Elige! —exigió contundente—. No tenemos todo el día.
De la punta de sus dedos salió una intensa luz amarilla y, enfocándola a mis ojos, consiguió paralizarme. Me cegó, se volvió todo tan resplandeciente que solo podía ver mis pensamientos. Me resigné. Sin duda esa mujer estaba loca, o era yo la que había perdido la poca cordura que me quedaba. Si quería salir de ahí debía obedecerla.
Recordé la Navidad en la que todavía estaba mi madre. Ella era joven y yo muy pequeña. Volví a notar sus besos, el olor a manzana de su pelo y el tacto de su mano sobre mi piel. Me estaba ayudando a abrir un regalo. Sentí que aquella era la Navidad más feliz que recordaba. Era tan plácida y tranquila, tan segura y estable, que me relajé como hacía años que no lo hacía. Era muy fácil quedarse allí, pero reparé en que, si lo hacía, nunca nacería Raúl. Y yo no podía hacerle eso, lo quería demasiado.
Me despedí de mi madre con un beso y sentí que el dolor de perderla era tan intenso como la alegría de haberla vuelto a ver.
Un nuevo fogonazo me llevó a la primera Navidad de Raúl. En ella la alegría había vuelto a traer a casa los adornos, las luces y los villancicos. Y con ellos el aroma a leche agria y colonia de Nenuco. Recordé las risas y los desvelos, las ojeras y la sensación placentera del amor más sincero. Yo era todo su mundo y él toda mi vida. Sonreí al sentir su cuerpecito entre mis brazos.
—Veo que ya has elegido. —Detrás de la luz cegadora asomó la mujer de blanco interrumpiendo la cascada de sentimientos que aquel recuerdo me había arrancado—. ¿Es en esa donde quieres quedarte?
Iba a asentir cuando recordé mi prueba de embarazo. Si me quedaba allí jamás podría conocer a mi nuevo hijo.
—¡La futura! —farfullé—. ¡Me quedo con la Navidad futura! No quiero renunciar a nadie. Quiero vivirlo todo, todo…
—¡Ya vuelve en sí! —escuché mientras la luz se apartaba de mis ojos y una mujer me soltaba el párpado—. Soy médico, no se asuste. ¡Se ha dado un buen golpe!
Un grupo de gente me miraba con curiosidad mientras seguía tendida en el suelo. Miré el reloj, apenas habían pasado dos minutos, aunque parecían horas. Me levanté dolorida, helada y con una desagradable sensación de vergüenza. Solo quería desaparecer de ahí.
Y así fue como aprendí que los recuerdos bonitos nunca se olvidan y que no hay que correr con tacones cuando el suelo está helado.
Luisa R. Bueno
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