Es curioso como la mente guarda algunos recuerdos. Hace muchos años, cuando terminé el instituto, encontré trabajo de camarera en un bar situado en una plaza pequeña y recogida. El sitio era precioso, aunque mi estrés laboral me impidiese apreciarlo entonces. Quería alternar trabajo y estudios porque la universidad no se pagaba sola.
En primavera, cuando las mañanas empezaban a ser suaves y agradables, un matrimonio se hizo asiduo de nuestra terraza. Estaban próximos a la ochentena, o quizá ya la pasasen. Él ya tenía poco pelo, blanco como la nieve y largo hasta el comienzo de la nuca, y el contorno de sus ojos estaban tan arrugado que apenas le cabían las ojeras. Pero su mirada era alegre, tenía un punto de brillo que sobresalía entre todos aquellos pliegues. Venía apoyado en un bastón y en la mano de su pareja, una mujer rellenita y baja, de aspecto frágil y piel extrañamente lisa.
Durante más de una hora permanecían entre sol y sombra, con las sillas muy juntas, pero sin dirigirse la palabra. Él pedía siempre una cerveza, ella un café y un bollo. Él sacaba el periódico que traía bajo el brazo y pasaba sus páginas entre trago y trago. Ella desmenuzaba el bollo y, entre sorbo y sorbo, lanzaba las migas a un puñado de gorriones que ya la esperaban en lo alto de una rama.
Yo era demasiado joven y simple para apreciar aquello. Caí en el error tan común de pensar que los matrimonios ya no tienen nada que decirse, pero ignoraba que, a esas alturas de la vida, se lo han dicho todo tantas veces que ya no hace falta palabras para entenderse. Cuando él bajaba el periódico y la miraba feliz con los gorriones picoteando a sus pies, ya había entendido todo. Cuando sus miradas se cruzaban y una sonrisa fugaz asomaba a sus labios, ya se lo habían dicho todo. Cuando él revolvía el café de ella para que el azúcar no se posase, ella ya lo sabía todo. Era yo la que no sabía nada. La que aún no podía entender el amor que encierra el silencio.
A principios de agosto desaparecieron. Durante un par de semanas los encontré en falta y empecé a preguntarme como estarían.
A final de mes él volvió. Venía solo. Ya no llevaba bastón, ahora empujaba un andador porque le faltaba la mano de ella para apoyarse.
Cuando me acerqué, porque, aunque sabía lo que iba a pedir yo siempre le preguntaba, vi que los pliegues de sus ojos habían aumentado como si hubieran pasado años. El punto de brillo de su mirada se había apagado como si llevara allí acumulado un litro de agua, pero eran lágrimas que se habían almacenado en su iris y podían desbordarse en cualquier momento.
Me pidió una cerveza y un bollo.
Entendí todo cuando empezó a desmigarlo y a echárselo a los pájaros.
Es curioso como la mente guarda algunos recuerdos y como los valoramos pasado el tiempo.
Luisa R. Bueno
Cono siempre, sutil, sensible, interino y cálido. Bello para un día bello…